Por un país libre

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La Libertad cuesta muy cara, y es necesario, o resignarse a vivir sin ella, o decidirse a pagarla por su precio - José Martí.

martes, 9 de agosto de 2016

MUERTE DE EUGENIO MARÍA DE HOSTOS EN SANTO DOMINGO

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Por: Miguel Collado 

Hostos murió “el 11 de Agosto de 1903, a las 111/4 p.m., durante una perturbación atmosférica”(1), como si acaso la naturaleza expresara su dolor por la muerte de quien tanto la amó. Es el cuarto hijo del Apóstol antillano, Adolfo José de Hostos Ayala (1887-1982), quien mejor describe los momentos últimos del padre ejemplar, del Maestro de América: 
«…estaba yo solo, junto a su lecho de enfermo en la Estancia Las Marías, en momentos en que no se esperaba un desenlace fatal. De pronto me pareció que su cabeza se ponía enorme, los cabellos blancos caídos sobre las sienes semejaban una aureola de santo que iluminaba su rostro inmóvil. Un súbito brisote acompañado de un trueno lejano, batió las ventanas de su alcoba. Presentí el fin. Acerqué una mejilla a sus labios y me dio su último beso en tierno bosquejo. Apenas balbuceó: “¡Mi mujer, mis hijos¡”, y cerró los ojos para siempre.
Quedé por tan largo tiempo impresionado ―confiesa, con nostalgia, el hijo agradecido― que, justamente el día del primer aniversario de su muerte, quedéme triste y conturbado como si hubiera cometido un pecado al oír en el vecindario el eco de una alegre cantinela. Nunca se ha apartado de mi mente la idea de que tenía necesariamente que haber auténtica grandeza en el alma de un hombre que se inmola a sí mismo por el bien de la Humanidad»,(2) concluye, reflexivo, Adolfo de Hostos. 
Con dolor profundo, con una pena muy honda, Federico Henríquez y Carvajal describe la atmósfera que, al día siguiente, sirve de manto a esa circunstancia funesta en que tienen lugar las honras fúnebres al Sembrador, al Iluminado:
“La tarde era triste...mui triste! Llovía. La lluvia caía como lágrimas del cielo. El sol, envuelto en una clámide de nieblas, se hundía en el ocaso como si se extinguiese para siempre. La tarde era triste...mui triste! El silencio reinaba en el cementerio...Mudo, con el mutismo de la Esfinge, el cadáver de fisonomía socrática, yacía en el féretro. Mudo estaba el séquito bajo la pesadumbre del gran duelo. Muda la ciudad doliente. Muda la Naturaleza”.(3)
Y es en esa tarde triste del 12 de agosto de 1903, golpeado en el hondón de su alma por la partida de su amigo casi hermano, cuando don Federico pronuncia aquel memorable discurso panegírico del que todavía truena la ya célebre frase: “Esta América infeliz que sólo sabe de sus grandes vivos cuando pasan a ser sus grandes muertos”. 
¿De qué murió Hostos? Los médicos que lo asistieron durante los pocos días de su breve gravedad fueron connotados facultativos egresados de la Universidad de París: Francisco Henríquez y Carvajal, Arturo Grullón y Rodolfo Coiscou. Eran, además, amigos suyos, especialmente el primero. Grullón y Coiscou fueron sus discípulos aventajados. Conforme a la opinión profesional emitida por ellos, el Sr. Hostos ―¡cómo era respetado este hombre!― había muerto “de una afección insignificante a la cual hubiera vencido fácilmente cualquier otro organismo menos debilitado y, sobre todo, menos postrado por el profundo abatimiento moral que minaba hacía algún tiempo la existencia del insigne educador” (4)
Ese profundo abatimiento moral no tan sólo socavaba su salud física, sino también su salud espiritual, su ser más profundo, sus ganas de vivir, su deseo de seguir. Y ese mortal abatimiento lo atribuían sus amigos más íntimos “a la desesperanza de la redención de su patria nativa, Puerto Rico [ y al] rumbo proceloso y torpe por el cual impulsó la angustiosa vida de su patria adoptiva, la República Dominicana, la irreflexiva y funesta división de los elementos que dirigían el Estado a partir de la caída del Gobierno de Heureaux” (5). 
Y bajo esas circunstancias históricas sombrías es que tiene lugar la muerte de Eugenio María de Hostos. Pero hay una circunstancia que no es ni física ni política ni de otro tipo, sino moral-espiritual, que socava la vida del preclaro antillano. Pedro Henríquez Ureña, que había sido tocado tempranamente –en su adolescencia- por la magia envolvente del pensamiento hostosiano, la describe así: 
“Volvió a Santo Domingo en 1900 a reanimar su obra. Lo conocí entonces: tenía un aire hondamente triste, definitivamente triste. Trabajaba sin descanso, según su costumbre. Sobrevinieron trastornos políticos, tomó el país aspecto caótico, y Hostos murió de enfermedad brevísima, al parecer ligera. Murió de asfixia moral” (6).
NOTAS:
(1) "Eugenio M. Hostos. Biografía y bibliografía". Santo Domingo : Imp. Oiga..., 1905. Pág. 26.
(2) Adolfo de Hostos. “Muerte de Eugenio María de Hostos”. En su: "Tras las huellas de Hostos". Río Piedras, Puerto Rico: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1966. P. 75.
(3) Rev. "Clío", Santo Domingo, VII (XXXIV) : 47, marzo-abril, 1939.
(4) “Relación de la enfermedad, defunción, entierro y actos de duelo efectuados en honor del eminente educacionista”, en "Eugenio M. Hostos. Biografía y Bibliografía". Santo Domingo: Imp. Oiga..., 1905. 384 p. Ver: 2 ed. : Santo Domingo : Comisión Permanente de la Feria del Libro, 2003. Pág. 38. (“Ediciones Ferilibros”). 
(5) Idem, pp. 38-39.
(6) Pedro Henríquez Ureña, “Ciudadano de América”, en "La Nación" (Buenos Aires), 28 de abril de 1935. Reproducido en "Hostos. Moral social". Buenos Aires : Editorial Losada, 1939. Págs. 7-13. (Col. “Grandes Escritores de América”; No. 2).
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*Fragmento de mi conferencia sobre Eugenio María de Hostos dictada, en abril de 2015, en la Universidad de Syracuse, Estados Unidos de América.
FOTO: Los restos de Hostos en capilla ardiente en la Escuela Normal de Santo Domingo, fundada por él en 1880. (Archivos del Centro Dominicano de Estudios Hostosianos, CEDEH)
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